Me atraen los sitios con encanto. Me aburren los lugares que se parecen unos a otros, que se mimetizan. Creo que parte del éxito de un local es poner su toque personal. Y sobre todo, fidelizar clientes que aprecien que el local es un poco parte de sus vidas, un lugar donde sentirse a gusto y desconectar. Si entras a un sitio donde el espacio, la decoración y el trato te confortan casi como una segunda casa, ahí siempre vas a volver. Así me sentí en Parchita33
Hace unos días estuve allí por primera vez. Quería ir hace tiempo, pero no encontraba el momento. Aproveché que había quedado con un amigo al que insistí en quedar ahí. Esta vez era sí o sí. Callejeé un rato por el barrio del Toscal, porque todas las calles se parecen. Es un barrio antiguo y vintage, lleno de pequeños encantos. Mi madre siempre comenta que, en su época, se decía que las chicas más guapas de Santa Cruz eran del Toscal.
Parte del atractivo es entrar en una casa antigua del barrio, que conserva ese suelo tan vintage de la casa de la abuela y esas ventanas de madera, que siempre me las imagino de señoras cotilleando en tardes aburridas o de amantes clandestinos.
Una de las primeras cosas que llamó mi atención de Parchita33 fue la decoración.
De pronto, me giro y veo el tapón de una bañera. Esos detalles que me fascinan.
Para hacer honor al local y parchitear un rato pedí batido de naranja y parchita y cheesecake de parchita.
Mirando por la ventana, noté que todo el que pasaba por la calle, miraba con cierto interés dentro.
La tarta estaba muy rica, con una confitura de parchita, esponjosa y dulce en su justo punto.
Me hubiera quedado toda la tarde. Tardear, lo llaman ahora. O sea, pasar las tardes en un buen local con los amigos. La terraza se llenaba de gente y al fondo hay un espacio para las shishas. Lo de siempre, excusas para volver. Nos quedan tardeos todavía por disfrutar, ¿ o no?